La hinchada argentina se hizo notar en todas las sedes de los Juegos Olímpicos de Río y en cada rincón de la cidade maravilhosa. El aliento, marca registrada albiceleste.
Por Micaela Piserchia
(@micapiserchia)
Ver tantas camisetas celestes y blancas paseando por las calles de Río daba una sensación de alivio y de, que a pesar de la “cercana lejanía”, estabas en casa. Los Juegos Olímpicos se caracterizan por tener una masiva cantidad de seguidores, pero para nada parecido a los enfervorizados argentinos. Miles de peregrinos teñidos de celeste y blanco desembarcaron en los Juegos para ver lo mejor de lo mejor. Quizá se esperaba un público parecido al del Mundial de hace dos años, y eso ocurrió, aunque sea en ciertos puntos. Es importante resaltar que cada deporte tiene su público, pero que todos, pero absolutamente todos sucumbían ante el grito de guerra del “o juremos con gloria morir” cada vez que sonaba el himno y todo espectador con alguna prenda de Argentina se contagiaba con el cantito de “Vamos, vamos Argentina”…
No importaba el deporte. Si bien los de conjunto fueron los más atractivos para ver, los osados y rompe reglas de los argentinos se mandaron a alentar a los que competían en individual. Gritaron de alegría y se emocionaron cuando Paula Pareto ganó su oro en judo y en Lagoa con Lange y Carranza, muchos con total conocimiento de no saber nada del deporte. Y como ellos, miles más en el boxeo, el canotaje, el tenis, la gimnasia y más, porque no importaba quién fueras, sino que eras argentino como todos los que estaban afuera, en las tribunas. Corriendo de un lado al otro, durmiéndose en el BRT y los subtes, desesperados por entradas para ver a Delpo, a Manu Ginóbili y muy, pero muy orgullosos por las conquistas olímpicas del equipo. En el tren, los subtes, en bares de Copacabana; en las filas para entrar a los estadios, siempre alguna canción con trasfondo futbolero terminaba sonando… Solo aquel que lo vivió sabe cómo fue: inolvidable el aliento en Barra cada vez que jugó Argentina, también la rivalidad y esa bronca que te agarraba en el Maracanazinho porque un brasileño gritaba el punto del rival. Pero tranquilos, no pasó más de ahí. El espítitu olímpico es de fiesta y así se mantuvo durante estos magníficos 17 días; los cruces con los irmaos sudamericanos existieron, por supuesto, pero nadie estaba dispuesto a arruinar la magnitud del evento.
Todos los países aportaron su color con banderas, chaquetas, gorros, caras pintadas y muchas ideas originales y creativas. Pero lamento decirles que la batalla por el aliento la ganó Argentina. Personas de todos las nacionalidades se levantaban a filmar el momento del agite nacional, que incluso fue resaltado por muchos deportistas importantes como Kevin Durant, astro de la NBA. Ni propios ni ajenos podían creer lo que estaban viviendo. Quizás el éxtasis total se produjo en el partido consagratorio de Los Leones, en el que las ganas de festejar algo con los colores del país fueron más fuertes y exacerbaron la alegría. Allí hubo público futbolero, handbolero, voleibolero y más, porque nadie podía faltar a la gran chance de ser campeón con Argentina. La fiesta se extendió unos cuarenta minutos más en el tren, desde Deodoro hasta la Central, en un vagón al que ningún pasajero que no fuera argentino se animó a entrar. Y de ahí, más locura en el subte hacia Copacabana.
Hoy, con el cierre de los Juegos a la vuelta de la esquina, los argentinos vuelven en manada hacia el país con el recuerdo de haber quedado en la historia, de haber colmado los estadios de camisetas celestes y blancas. De haberse reconocido como igual y gritarse “Vamos Argentina” en las escaleras del subte, de haber visto a lo mejor de lo mejor en materia deportiva y de haber mostrado que la pasión no es únicamente en fútbol. Argentina es deporte y a los argentinos se los sigue a donde van.