Annelise Coberger: la pionera del sur
La esquiadora fue la primera medallista olímpica del hemisferio sur en Juegos Olímpicos de Invierno. Conocé cómo se gestó su historia y el efecto que generó para las generaciones venideras.
Por: Facundo Osa
En los Juegos Olímpicos de Invierno la diversidad de protagonistas no abunda en demasía. En Europa los países que pelean medallas no suelen salir del mismo grupo al punto que cuando un atleta de otra nación irrumpe en un podio es completamente notorio, siendo el caso de España en Pyeongchang 2018 el más actual. En América, en su noción integral desde Alaska a Tierra del Fuego, las esperanzas solo pueden estar puestas en Canadá y Estados Unidos mientras que en Asia Japón y Corea del Sur fueron los históricos representantes de la región hasta la aparición de China con toda la infraestructura que desarrolló en los últimos años.
Es por esto por lo que, en un contexto donde los Juegos de Verano apuntan cada vez más a la riqueza de las más de 200 delegaciones participantes, en el homónimo de invierno había tres grandes actores que quedaban en la periferia de este panorama: América, tanto Central como del Sur, África, que recién en 1984 tuvo a su primer competidor, y Oceanía, que en los 90 iba a comenzar a torcer la historia para iniciar una transición que la llevaría a este presente.
Esto llegaría desde Nueva Zelanda, el segundo país más grande del continente y que, a la vez, no contaba con una historia rica en deportes de invierno. La mayoría de los chicos quiere jugar al rugby, al fútbol, al cricket o al netball, pero muy pocos responderían que su sueño en la vida es ser un atleta profesional de cualquier deporte de invierno. Gran parte de estas respuestas tiene su fundamento en la geografía: en la isla hay montañas pero no están ni remotamente cerca de las que se pueden apreciar en Austria, Italia, Suiza o Estados Unidos. De hecho, hasta los años ´20 ni siquiera se podía encontrar equipamiento para practicar ninguna disciplina de nieve hasta la llegada de Oscar Coberger, quien emigró de Alemania en 1926 y aprovechó la creación del Christchurch Ski Club para dedicarse a la importación de esquís y ropa para la práctica del deporte.
Hasta ese entonces, y por varios años más ya que su capacidad de compra no era abismal, los primeros en aventurarse en el club de esquí lo hacían con elementos de madera, algunos de los cuales ni siquiera tenían las puntas recubiertas de metal. Poco a poco, gracias a los productos que conseguía Oscar y a la promoción del lugar que realizaba Guy Butler, dueño el único hostel que había en Arthurs Pass que trajo ocho pares de esquís de Noruega para combinar esfuerzos junto a Coberger, consiguieron que los lugareños le dieran un voto de confianza a la disciplina.
En ese entorno se crió Anton Coberger, hijo de Oscar, con quien compartió el amor por la nieve y el esquí. Ya de mayor, Anton abriría su propia tienda de esquí y montañismo, pasión que le indujo su padre y con el que tuvo diversas travesías a lo largo de su vida. El deporte le dio varias alegrías en su vida aunque dos resaltan por sobre las demás: fue campeón nacional de esquí alpino en tres ocasiones y gracias a eso conocería a su esposa Jill, con quien se desempeñó como jefe de misión de la delegación neozelandesa de los Juegos Olímpicos de Grenoble en 1968.
Así fue como el 16 de septiembre de 1971 llegó al mundo Annelise Coberger en un hospital de Christchurch, la tercera heredera del renombrado apellido en parte del territorio Kiwi junto a su hermano mayor Nils y Adele, la hermana del medio. Ya con el deporte corriéndole por las venas desde el primer segundo de su vida, empezó a esquiar con tan solo cuatro años y mientras crecía vio como Nils y Adele integraban los seleccionados nacionales de esquí de Nueva Zelanda. Eso la motivó y le terminó dando un objetivo claro sobre lo que quería hacer de su vida: esquiar y, a como diera lugar, ser una de las primeras mujeres en representar a su país en las distintas competencias de esquí alpino a nivel mundial regularmente. Un fin bastante difícil si tenemos en cuenta las dificultades económicas que tenían, y que siguen teniendo que enfrentar, los atletas que no eran europeos, estadounidenses o canadienses para costear todos los viajes entre el Viejo Continente y América del Norte desde un país geográficamente remoto como el suyo.
Sin embargo, Annelise Coberger demostraba constantemente que tenía un talento con el cual sostener sus deseos. A los 11 años ya competía en los campeonatos nacionales juveniles y a los 15 formó parte de un seleccionado juvenil que fue enviado por el Comité Olímpico de Nueva Zelanda a un campus de entrenamiento de desarrollo en Estados Unidos. Poco a poco empezaba a hacerse un nombre dentro del mundo sub 23, en gran parte gracias a los resultados que estaba consiguiendo de la mano de su entrenador Robert Zallman, que también cumplía las funciones de chofer, y de su asistente Juliet Satterthwaite. En Europa se dio a conocer ganando el campeonato juvenil de Alemania, finalizando segunda en el de Eslovenia y tercera en el de Austria, toda una gesta considerando que allí el esquí es considerado deporte nacional.
Todos estos logros la fueron preparando para lograr la mejor actuación de su carrera hasta el momento en el Campeonato Mundial Juvenil de 1990. Las montañas de Zinal, Suiza, fueron el escenario de la prueba de slalom, que todavía se realizaba una sola pasada a todo o nada. Dentro de dos años si alguna competidora conseguía clasificar a los Juegos Olímpicos iba a tener que realizar dos, lo que le iba a permitir contar con cierto margen de error en la primera para luego poder subsanarlo en la segunda. Pero en esa edición tenían que realizar un solo descenso y hacerlo lo más cercano a la perfección para quedarse con alguna de las medallas.
Annelise Coberger era consciente de esto, aunque ni ella ni las otras 25 participantes estuvieron cerca del ritmo de Katrin Neuenschwander, que dominó la pista de principio a fin siendo la única capaz de bajar la barrera del 1:07. Con la local ya habiendo asegurado la medalla de oro con su 1:06.79, había que definir los dos lugares restantes del podio entre varias participantes con credenciales. Finalmente fue la francesa Anouk Barnier quien se quedó con la medalla de plata y la propia Coberger con la de bronce, registrando un tiempo de 1:08.20, tan solo 21 centésimas más rápido que el de Edith Rosza que culminó en la cuarta posición. Un puesto por detrás finalizó Picabo Street, que años más tarde haría historia en los Juegos Olímpicos en las modalidades de descenso y súper gigante.
Era la primera medalla en un Mundial juvenil para una atleta de Nueva Zelanda, demostrando que ella había llegado para quedarse y convertirse en la referente de su país en la disciplina. Muy pocos medios nacionales levantaron la noticia pero poco le importó a Coberger ya que lo más relevante era que el bronce obtenido le probaba a sí misma que tenía lo necesario para medirse ante las mejores del mundo y ser una de las líderes de la futura camada de esquiadoras.
Así fue como en la temporada 1990/1991 dio el salto a la Europa Cup, competición que dominó en la prueba de slalom obteniendo los títulos de 1991 y 1992, aunque su temporada de despegue a nivel de mayores fue la 1991/1992 ya que fue la primera en la que participó en Copas del Mundo. De hecho, el 14 de enero de 1992 obtuvo su única victoria en la edición de Hinterstoder, Austria, y dos terceros lugares (Schruns y Grindelwald), que junto con otros resultados fuera del top 3 le valieron el quinto lugar de la clasificación general en la temporada de slalom.
Así llegó en 1992 a los Juegos Olímpicos de Invierno en Albertville, los últimos que se desarrollaron el mismo año que los de Verano, con el envión anímico de los resultados que había logrado tras convertirse en la única neozelandesa en ganar una fecha de una Copa del Mundo. Pero el panorama no era simple: junto a ella llegaban las principales favoritas del slalom como lo eran Pernilla Wilberg, que venía de ganar el oro en el slalom gigante, el trío austríaco compuesto por Petra Kronenberg, Karin Buder y Monika Maierhofer, Vreni Schneider, que un mes más tarde se coronaría como la campeona de la temporada de la disciplina y la expectante Blanca Fernández Ochoa, que buscaba conseguir la medalla que se le había escapado por una caída en Calgary 1988, y las estadounidenses Julie Parisien y Eva Twardokens.
El panorama se complicó aún más cuando tras la primera pasada finalizó en la octava posición, después de haber estado tercera momentáneamente, con un registro de 49.02, en parte producido por una mala salida de la última puerta que no le permitió traccionar los esquís lo suficiente para encarar la recta final. En la manga de la tarde debía demostrar de qué estaba hecha y tener la performance de su vida para poder reducir las 34 centésimas que la separaban de Petra Kronenberg, que se ubicaba en el último puesto de podio.
Pese a que se realizó en las mismas montañas de Meribel, la segunda manga tenía un trazado totalmente distinto al primero con algunas combinaciones que requerían un mejor cálculo de los ángulos para abordarlas y, por ende, obligaba a las atletas a desarrollar un juego de pies perfecto para poder seguir la trazada ideal. Coberger fue una de las primeras en realizar el descenso y, para sorpresa de muchos, terminaría siendo la mejor de la tarde con un tiempo soberbio de 44.08. “No recuerdo mucho de la pasada. Intenté ser tan agresiva que se me nubló la mente”, le comentaría al sitio oficial de los Juegos Olímpicos años después.
El marcador luminoso indicaba que estaba en la primera posición aunque todavía debía esperar a que pasaran las otras siete competidoras que habían finalizado por encima de ella a la mañana. Pasó Petra Kronberger, que la noche anterior se había sentido mal y había dudado de participar en el slalom, y, pese a que fue más lenta, la diferencia global era de 42 centésimas a su favor, por lo que Coberger quedó desplazada a la segunda plaza.
Pasó Schneider. Nada cambió. Pasó Kristina Andersson. Todo siguió igual. Pasó Natasa Bokal. Se cayó. Pasó Patricia Chauvet. Nada. Pasó Blanca Fernández Ochoa. Perdió más de un segundo y quedó en la tercera posición también a la espera de ver si la sacaban del podio.
Llegó el momento de Julie Parisien, que lideraba la prueba antes de la segunda manga y estaba llamada a quedarse con el oro. Al primer punto de control registraba un déficit de nueve décimas con respecto a Coberger, perdió algo de tiempo en el tramo donde habían cuatro puertas en fila y al cruzar la línea de meta frenó el cronómetro en 45.18 con un tiempo combinado de 1:33.40, 32 centésimas más lento que el de Coberger y 5 más que el de Fernández Ochoa, quedando en la cuarta posición.
La medalla de plata se iba para Nueva Zelanda y por primera vez en la historia de los Juegos Olímpicos de Invierno el hemisferio sur estaba representado en un podio. No solo era un orgullo para los kiwis, sino también para todo un conjunto de países y hasta tres continentes cuyos sueños y aspiraciones se veían, parcialmente, reflejados en la imagen de Annelise Coberger colgándose la presea en el cuello. La notoriedad de este logro fue tal que ganó el premio Halberg a la mejor deportista de su país por sobre Barbara Kendall, que meses más tarde se ganaría la medalla de oro en la clase Lechner A-390 de vela en los JJOO de Barcelona.
Lamentablemente nunca volvió a estar cerca del nivel que mostró aquel año. Si bien lideró brevemente el ranking mundial de slalom durante la temporada 1992/1993, en la que finalizó segunda por detrás de Vreni Schneider, y estuvo cerca de conseguir una medalla en el Mundial de Morioka, Japón, en 1993 –se saltó una puerta- no volvió a ganar una Copa del Mundo y hasta 1995, el año de su retiro, solo registró cinco podios más en Copas del Mundo. En los Juegos Olímpicos de Lillehammer sufrió una caída en la primera manga que la dejó fuera de la segunda y ya para los de Nagano en 1998 se encontraba lejos de las pistas. Se sumó a la academia de policías de Cristchurch y en 2003 fue inducida al Salón de la Fama de Nueva Zelanda.
Su actuación se mantuvo inalcanzable durante 26 años hasta que en Pyeongchang 2018 Nueva Zelanda volvería a conseguir una medalla olímpica en un Juego de Invierno. De hecho, fueron dos los bronces, conseguidos por Zoi Sadowski y Nico Porteous, que también romperían los records de medallistas olímpicos más jóvenes de sus respectivas disciplinas (snowboard y esquí acrobático respectivamente) con tan solo 16 años. Así mismo, ambos brillarían aún más en Beijing 2022, donde Sadowski conseguiría una medalla de oro (Slopestyle) y una medalla de plata (Big Air) y Porteous una de oro (Halfpipe) para aumentar la cosecha histórica del país.
Los dos son producto del efecto Annelise Coberger, cuya medalla atrajo a cierta parte de la juventud neozelandesa a los deportes de invierno, y, paulatinamente, hizo que las delegaciones de su país se fueran incrementando edición tras edición. “Me siento una neozelandesa normal. Pero disfruto mucho que la gente se acuerde y me recuerde lo que logré cuando me ve. Me pone contenta haberle dado una alegría a los neozelandeses y haberlos inspirado me da mucho orgullo”.
Foto: Olympics
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