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Christa Rothenburguer: hija del fuego y hielo

Fuente: Olympics

Patinaje de velocidad sobre hielo y ciclismo la combinación que creó a una campeona olímpica en verano y en invierno.

Los Juegos Olímpicos son la expresión máxima del deporte a nivel mundial. Desde su legado, su sistema de clasificación hasta el esfuerzo que implica para los atletas afrontar una olimpiada hace que todo se resuma a dos semanas frenéticas de competición tanto en la modalidad de verano como en la de invierno. 

Por estos motivos es correcto afirmar que obtener una medalla olímpica es una de las gestas más importantes a la que cualquier deportista puede aspirar, independientemente del metal. Si a eso le sumamos ganar una presea en una edición de verano y otra en una de invierno, estamos hablando de un selecto grupo de cinco “súper deportistas” con la capacidad de adaptarse a los desafíos que presentan cada una de estas modalidades.

Fuente: Naiz

Pero, por más que parezca imposible de creerlo, uno de esos súper deportistas sobresale por encima del resto ya que redobló la apuesta de la hazaña que significa ganar una medalla en los dos tipos de Juegos Olímpicos existentes. Esa atleta es Christa Rothenburguer, una digna representante del fuego y el hielo al ser la única en obtener un campeonato olímpico de invierno y de verano en el mismo año.

Esta protagonista nació en 1959 en la República Democrática Alemana, en pleno inicio de la Guerra Fría. Desde chica mostró interés por los deportes y ya de adolescente se terminó inclinando por los de invierno, particularmente por el patinaje de velocidad de pista corta. Tal era su condición que con 21 años representó a su país en los Juegos Olímpicos de Lake Placid en 1980 que, pese a su 12° puesto en los 500 metros y su 18° puesto en los 1000, serían el punto de inflexión de su carrera.

El principal motivo fue que su entrenador Ernst Luding la instó a practicar ciclismo una vez finalizada la temporada de invierno para mejorar la potencia de sus piernas y así incrementar su velocidad. Y, evidentemente, Luding estaba en lo cierto: su pupila llegó a los Juegos de Sarajevo 1984 como tricampeona de Sprint de Alemania, campeona nacional en los 500 metros en 1980 y con el récord mundial de los 500 metros logrado 11 meses atrás en Medeo, por lo que se perfilaba como una de las favoritas para integrar el podio. No desilusionó ya que se llevó el oro en los 500 metros con récord olímpico incluido (41.02) por sobre su compatriota Karin Enke, quien ganó  tres medallas más en esa edición, y la soviética Natalya Glebova.

Su camino rumbo a Calgary 1988 continuó en ascenso al respaldar su campeonato olímpico con un dominio absoluto en las pruebas nacionales de 500 metros, interrumpida en 1987, con el título mundial de Sprint de 1985 en su haber y con su victoria en la Copa del Mundo de 1986. Pero, a diferencia de la olimpiada rumbo a Sarajevo, tuvo que repartir su esfuerzo de cara a los Juegos que se iban a realizar en Canadá con una segunda disciplina: el ciclismo. 

Tras adoptar el deporte como método de entrenamiento para mejorar su performance en el patinaje de velocidad, Rothenburguer participó en competencias amateurs de ciclismo de pista pero nunca pudo probarse en el circuito profesional por el veto que le había impuesto la Federación de Deportes de Alemania del Este para que se dedicase exclusivamente a los deportes de invierno. No fue hasta luego de los Juegos de 1984 que el entonces presidente de la federación Manfred Ewald le permitió dedicarse a ambas disciplinas, en las que demostró que no sufría problemas de adaptabilidad. Lejos de la nieve y el hielo, la alemana ganó el Campeonato Mundial de velocidad en 1986, fue subcampeona en la edición de 1987 y clasificó para los Juegos Olímpicos de Seúl de 1988. De esa manera, en un lapso de siete meses iba a estar representando a su país por duplicado en patinaje de velocidad, donde buscaba retener la corona, y en ciclismo de pista.

Fuente: Saechsische

Al igual que en Sarajevo, el camino de Rothenburguer en  Juegos Olímpicos comenzaba con la conquista de una medalla, aunque esta vez iba a ser de plata por detrás de Bonnie Blair sin haber podido retener el oro olímpico obtenido cuatro años atrás. De igual manera, poco tenía la teutona para reprocharse si se tiene en cuenta que la estadounidense necesitó un récord mundial (39.10) para poder vencerla por tan solo dos centésimas. 

Pese a que no era la prueba en la que más se destacaba, cuatro días más tarde iba a tener revancha en la modalidad de 1000 metros donde iba a romper con los pronósticos al tener una de sus mejores carreras en esa distancia, quedándose con la medalla de oro con récord mundial incluido (1:17:65). Tal como ocurrió en los 500, Rothenburguer protagonizó una de las llegadas más ajustadas de la historia de la disciplina al vencer a su compatriota Karin Kania por cinco centésimas, relegando a Blair al último escalón del podio. Ya eran tres las preseas cosechadas por la alemana que tenía poco tiempo para dejar los patines y empezar a pedalear para ultimar detalles de su preparación para Seúl no sin antes ganar el Mundial de Sprint y la Copa del Mundo de 1988 en patinaje.

Fuente: Time

En tierra asiática se iba a presenciar la génesis de una leyenda que es imposible de igualar no solo por el desafío que supone, sino también por la decisión del Comité Olímpico Internacional de intercalar los Juegos Olímpicos de Verano y de Invierno cada dos años a partir de 1994. Siete meses después de colgarse las dos medallas en Calgary, Christa Rothenburguer se adjudicaba la de plata en la prueba de velocidad individual en Seúl para convertirse en la única atleta de la historia en ganar una medalla en un Juego de Verano y en uno de Invierno en el mismo año. La alemana se erigía de esta manera como la personificación de la máxima adaptabilidad y versatilidad a la que un deportista puede aspirar a lograr. Atrás quedaban los logros de Eddie Eagan y de Jacob Tullin Thams como los únicos ganadores en ambas modalidades olímpicas porque se vieron superados por una mujer que rompió todos los límites posibles.

Su legado iba a agigantarse aún más con la presea de bronce que logró en los Juegos de Albertville 1992 en los 500 metros de patinaje de velocidad, la última de su carrera a la que decidió ponerle un punto final luego de su octavo puesto en la prueba de 1000 metros. Había conseguido lo imposible y ya no tenía que demostrarle nada a nadie. Su nombre ya ocupaba un lugar inamovible en los libros de historia del olimpismo desde 1988 y lo seguirá ocupando por toda la eternidad.

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