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URSS-Checoslovaquia: el desquite sobre hielo

Jozef Golonka

La extinta Unión Soviética dejó historias de todos los colores para la posteridad. Gestas deportivas, movilizaciones obreras, conflictos bélicos y fascinantes historias de espionaje entre otras.

Por: Facundo Osa

En este texto se abordará uno de los conflictos internos que sufrió el gigante rojo en sus más de 40 años de existencia. Uno relativamente corto pero que quedó marcado a fuego en la memoria colectiva de las naciones que componían Checoslovaquia, uno de los tantos países que no formaban parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas pero que, de igual manera, se encontraban bajo la órbita y las órdenes del Partido Comunista.

A principios de 1968 los ánimos estaban caldeados en este territorio. El 5 de enero de había estallado lo que sería conocido como la Primavera de Praga, una serie de reformas políticas que buscaba un socialismo más humano que el que pregonaba el ya difunto Iósif Stalin. Esto no fue del agrado de los dirigentes de la URSS, con Leonid Brézhnev a la cabeza, que terminaron enviando más de un millón y medio de soldados junto con más de tres mil tanques y tropas que pusieron a disposición el resto de los países que integraban el Pacto de Varsovia para evitar la pérdida de control. Los checos resistieron durante ocho meses incumpliendo los toques de queda, desviando los tanques soviéticos sacando todas las señales de tránsito de las rutas y algunos suicidios que se registraron a modo de protesta política por la vía de la inmolación, aunque sin llegar a recurrir a la defensa militar.

Pese a que el intento de escisión de la línea política que marcaba el Kremlin fracasó, la defensa autogestionada de los civiles fue un caso de asombro, respeto y estudio por la mayoría de los diplomáticos del Oeste, que percibieron el intento de insurrección como una posible grieta dentro del omnisciente sistema de control que se había construido del otro lado del Muro de Berlín.

Mientras todo esto ocurría en tierras checas, en febrero se estaban llevando a cabo los Juegos Olímpicos de Invierno de 1968 en Grenoble, los segundos de invierno que se realizaron en Francia luego del reconocimiento retroactivo del COI a la Semana de Deportes de Invierno de 1924 en Chamonix como unos Juegos Olímpicos. Los candidatos al oro en hockey sobre hielo eran los habituales de la época: la Unión Soviética, que arrastraba un invicto de cinco años, Checoslovaquia y Canadá, que estaba a la expectativa de cómo iba a seguir el proyecto de centralización del seleccionado nacional implementado David Bauer. Por obra del destino, los cruces entre ellos iban a quedar relegados para las últimas dos jornadas, lo que iba a resultar en una de las definiciones más ajustadas de la historia del olimpismo.

Los tres favoritos registraron una campaña de cinco victorias y un empate antes de los partidos decisivos. La URSS había goleado a casi todas las selecciones que había enfrentado excepto a Checoslovaquia, contra la que cayó 5-4 en el único partido en el que Anatoli Firsov no consiguió anotar goles y que, al mismo tiempo, cortaba el invicto de 37 partidos de los soviéticos. Fue una sorpresa para todos no solo por el hecho en sí, sino por la dinámica del mismo. A los 28 segundos los rojos se habían puesto en ventaja con un gol de Boris Mayorov, pero en menos de cuatro minutos los checos respondieron con tres goles, dejando el score 3-1 con 5 de los 60 minutos disputados.

Ese no fue el mejor partido del arquero Viktor Konovalenko, que regaló dos de esos goles, y que tampoco pudo frenar los embates rivales en el segundo periodo, donde concedió un nuevo gol, y a falta de cuatro minutos para el final del encuentro cuando Jaroslav Jirik anotó el quinto y último tanto de los checos. Sobre el cierre, Viktor Polupanov y el mencionado Mayorov anotaron dos goles para maquillar el resultado y dejar el marcador definitivo en 5-4 en favor de Checoslovaquia.

Pese a la gesta conseguida, los checos cayeron 3-2 frente a Canadá en un partido que casi remontan luego de las dos anotaciones que marcaron en el último periodo, mientras que los canadienses, habiendo superado a uno de sus rivales directos, fueron sorprendidos por uno de los planteles más flojos del torneo y por primera vez en su historia registraron una derrota frente a Finlandia por 5-2.

Así llegaban todos al 17 de febrero con 10 puntos con dos alicientes: en el caso de los checos tenían la ventaja de haber derrotado a los soviéticos y por el lado de los norteamericanos con la de haber derrotado a Checoslovaquia, por lo que cualquier igualdad con ellos implicaría finalizar por encima ya que habían prevalecido en el duelo directo entre ambos. El calendario se dispuso de la siguiente manera: Checoslovaquia-Suecia y dos horas más tarde Unión Soviética-Canadá.

Si Checoslovaquia ganaba, debía esperar a que Canadá perdiera o empatara. Si no lo hacía, se complicaban sus chances para seguir aspirando al oro. En frente estaba una Suecia relativamente maltrecha que había caído ante la URSS (2-3) y ante Canadá (0-3) que, pese a todo, contaba con una capacidad especial para sorprender a las potencias, generalmente a la Unión Soviética a la que le dio bastantes dolores de cabeza en su etapa de auge en la escena internacional. Esta vez los soviéticos se vieron beneficiados por este don con el que contaban los suecos, ya que el encuentro finalizaría igualado en 2 con un gol de Henriksson en el último periodo para derrumbar las ilusiones checas.

Ante este resultado, todos los ojos apuntaron al duelo que le siguió en el cronograma del Palacio de los Deportes, donde se llevó a cabo toda la acción de la disciplina durante los Juegos. De los tres resultados posibles, dos beneficiaban a Canadá ya que una victoria o un empate la dejaba en la cima de la tabla de posiciones, mientras que una derrota la relegaría al bronce. Los rojos debían sobreponerse al golpe que habían sufrido dos días antes y recuperar su mejor forma, que no se veía desde la goleada 9-1 a Alemania Federal, para vencer a un conjunto canadiense que, una vez más, estaba a las puertas de un título con un equipo 100% amateur.

Tras dos primeros periodos con el público expectante y con un tanto para la URSS en cada uno de ellos, ambos producto del palo de Firsov, que llegaba a 12 en su cuenta personal en el torneo, el último tramo fue una exhibición de los soviéticos que anotaron tres goles más (Yevgeni Mishakov, Vyacheslav Starshinov y Yevgeni Zimin) para coronar el 5-0 final con el que se adjudicaron su tercer oro olímpico, el segundo consecutivo, con el que terminaron de rendir el mundo a sus pies. Ni siquiera Bauer pudo contenerse al declarar: “para mí, fue el mejor partido de cualquier equipo ruso”. Una exhibición de hockey total que hizo flamear la bandera roja y con detalles amarillos en lo más alto de un podio olímpico, como lo haría por varias ediciones seguidas debido a un suceso que tendría lugar en el futuro inminente. A su vez, el campeonato olímpico también formó parte de la seguidilla de títulos mundiales de la URSS ya que la edición de los Juegos Olímpicos de 1968 iban a ser los últimos que iban a reemplazar a la Copa del Mundo, que a partir de 1972 también se disputaría en los años olímpicos para comenzar a disociar ambas competencias.

Al mismo tiempo, estos antecedentes fueron los que propiciaron uno de los Mundiales más recordados de la historia del hockey sobre hielo. La remembranza de los horrores que había sufrido el país y la tensión provocada por la invasión de la URSS en Praga estaban más que latentes en marzo de 1969 y la población checa se lo hizo saber a su equipo. “Nos dijimos a nosotros mismos que teníamos que vencerlos incluso si teníamos que morir en el hielo. Recibimos cientos de telegramas de los hinchas cuando llegamos a Estocolmo y casi todos decían lo mismo: ´gánenle a los soviéticos. No tienen que ganarle a nadie más. Solo gánenle a los rusos´, declaró el capitán de la selección de Checoslovaquia Jozef Golonka en una entrevista años más tarde.

En 1967 se decidió descender a dos equipos del grupo A del torneo para conformar un único round robin compuesto por seis países en el cual se iban a enfrentar todos contra todos en un formato de ida y vuelta. Las dos Alemanias terminaron siendo las principales damnificadas, pese a que la Oriental había finalizado anteúltima y eso hubiese garantizado su permanencia en el grupo de élite por sobre su par Federal, que fue la colista del grupo en aquella edición. A partir de 1969 la URSS, Canadá, Checoslovaquia, Estados Unidos, Suecia y Finlandia iban a disputar las posiciones de podio al mismo tiempo que se inhabilitaban los ascensos y descensos entre zonas, aunque en la siguiente edición Alemania Oriental retornaría al grupo A por una ausencia que se prolongaría a lo largo del tiempo.

Mientras tanto, en Estocolmo y Yugoslavia, donde iban a estar repartidos los grupos A y B respectivamente, los organizadores manejaban un ritmo frenético por el poco tiempo de anticipación que tuvieron para relocalizar todo el evento, que originalmente iba a llevarse a cabo en Praga y que los propios checos tuvieron que desistir de organizar por el contexto socio-político que estaban atravesando. Se preveía que el público local no iba a recibir de con brazos abiertos al equipo soviético ni a sus dirigentes ni a los seguidores que se acercaran hasta la ciudad para alentar a los suyos, por lo que prefirieron dar un paso al costado y ceder la localía. Algo deben haber aprendido los suecos de la experiencia de sus vecinos finlandeses cuando en 1965 tuvieron que mudar la sede del evento, aunque en esa ocasión el torneo fue reubicado dentro del mismo país con muchas menos complicaciones logísticas.

El 15 de marzo ambos combinados comenzaron su camino con goleadas abultadas. Checoslovaquia, por su parte, vapuleó 6-1 a Canadá mientras que la Unión Soviética, con un plantel que incluía a siete debutantes, anuló a Estados Unidos y le propició un 17-2, resultado de esos que antes abundaban y que, con la evolución paulatina del deporte, se estaba dejando de ver en las últimas ediciones.

El calendario especificaba que se verían las caras el 21 de marzo, cerrando la primera fase de partidos, y el 28 del mismo mes en la anteúltima jornada. A ese primer encuentro la URSS llegó con un registro perfecto con cuatro victorias sobre cuatro jugados, mientras que Checoslovaquia había tenido un solo traspié (0-2) ante la siempre dura e impredecible Suecia.

El escenario se prestaba para un encuentro que trascendería más allá de la pista de hielo, que iba a ser el escenario donde se liberarían pasiones, angustias y furias reprimidas durante poco más de un año. Si se tratase de un episodio de la mitología griega se podría afirmar que los jugadores checos tenían cierta chispa de fuego en sus ojos, que bombeaba directamente de sus corazones y de sus mentes, más precisamente del sector donde se albergan los recuerdos. Simplemente no había forma de que los soviéticos ganaran ante los muchachos que vestían la CSSR en el pecho, camiseta que fue objetivo de los fotógrafos presentes ya que Jaroslav Holik había tapado con cinta la estrella que representaba la adhesión de Checoslovaquia al Pacto de Varsovia. Un nuevo ejemplo de que deporte y política son indisociables el uno del otro.

De hecho, tras un primer periodo sin goles, Jan Suchy abrió la cuenta para los suyos y, mientras los periodistas con cámaras se agolpaban para tener el mejor primer plano para las ediciones de los matutinos del día siguiente, el propio Holik le dio un par de golpes con su palo al arquero Viktor Zinger, que durante ese torneo fue titular debido a la ausencia de Konovalenko, mientras le gritaba “maldito comunista” al oído. Era la demostración cabal de que para los checos había mucho más en juego que los dos puntos de cada partido, motivación que los rusos no tenían y que terminó siendo un factor diferencial en el resultado final. La fisicalidad con la que se llevaron a cabo los 60 minutos de juego y la explosión de los jugadores, los que estaban en ese momento en cancha y los que estaban en el banco, ante el gol de Josef Cerny en el último tramo liquidó un encuentro que en el marcador establecía el 2-0 para Checoslovaquia pero que, para la gente, significaba mucho más. Era una suerte de redención interna superando a los rojos en un terreno donde eran amos y señores y que, para sus dirigentes, el éxito era imperante para demostrarle al mundo la superioridad del modelo socialista por sobre el capitalista.

En su país, mientras tanto, los compatriotas celebraban frente a sus televisores y veían cómo los jugadores materializaban todas las acciones y actitudes que ellos mismos hubieran tenido. Se negaron a mostrar respeto durante el himno y se negaron a saludarlos una vez que el partido había finalizado, al mismo tiempo que les celebraban a centímetros para incrementar la furia de los soviéticos. Algunos miles de personas salieron a las calles para festejar en la Plaza de Wenceslao y parte de ellos no volvieron a sus hogares al ser arrestados por las fuerzas de seguridad, que luego de la intervención de la URSS estaban completamente bajo el control de la línea más fanatizada del Partido Comunista. Fue la antesala de lo que estaba por acontecer una semana más tarde.

Una vez superado el vendaval de emociones que afloró en los checos al finalizar el partido, la tabla de clasificación mostraba que había un triple empate en la cima de la tabla de clasificación ya que ambas naciones y Suecia (que había perdido ante una de ellas y ganado frente a la otra) acumulaban ocho unidades al cabo de cinco jornadas, teniendo que prepararse para encarar la segunda fase del torneo sin haberse sacado ventajas entre sí. Técnicamente era la URSS la que lideraba el grupo gracias a la diferencia de gol que había acumulado, principalmente por la mencionada goleada 17-2 frente a Estados Unidos.

Entre aquel 21 y 28 de marzo, la Unión Soviética se cargó a Estados Unidos (8-4), a la siempre complicada Suecia (3-2) sufriendo hasta el último periodo y a Finlandia (7-3), que sería la revelación de la competencia. Checoslovaquia, por su parte, se impuso ante Canadá (3-2), venció también a Finlandia (4-2) y goleó a Estados Unidos (6-2), por lo que llegan al duelo entre ambas todavía en igualdad de condiciones, esta vez solas ya que la victoria de los rojos frente a los suecos hizo que éstos quedaran relegados a la tercera posición.

Los líderes saltaron al hielo ese 28 de marzo con la memoria fresca de lo que había ocurrido siete días atrás. Poco importaba que después de aquel encuentro todavía restaba un duelo frente a Canadá para los soviéticos y uno ante Suecia para los checos. Todo parecía indicar que el título se decidía en los 60 minutos que estaban por transcurrir, aunque matemáticamente fuese imposible.

A diferencia del partido anterior, Checoslovaquia fue la que pegó primero. Jiri Holik, que en el primer partido se dedicó a fastidiar al arquero Zinger, abrió el marcador y Václav Nedomansky lo secundó anotando el segundo de su equipo. En el segundo periodo la URSS no se quedó atrás y consiguió igualar las cosas con tantos de Valeri Kharmalov y de Anatoli Firsov dejando todo abierto de cara a los últimos 20 minutos.

Y allí, como en todo el torneo, afloró el espíritu checo. Josef Horesovsky y Holik volvieron a poner en ventaja a su equipo, que tuvo que terminar defendiendo con uñas y dientes sobre el final luego de la anotación de Alexander Ragulin. El reloj se quedó sin tiempo y la victoria checa era un hecho. Una vez más volvían a sacar el pecho por su país y, además, se convertían en el único equipo de la historia capaz de vencer dos veces a la URSS en un mismo torneo, en parte por su audacia y en parte por la modificación de la cantidad de partidos que se implementó a partir de esta edición.

Las calles de Checoslovaquia se inundaron de personas que no hacían más que sonreír y cargar a los rusos con carteles improvisados con la frase “no habían tanques y por eso perdieron”, otros con la palabra “ocupas” y otros con el 4-3 escrito, sumado a los gritos al unísono del resultado del partido para descargar todo lo que habían estado viviendo desde hacía 15 meses. “Ni bien finalizaron las últimas estrofas del himno checo en Estocolmo, apagué mi televisor y empecé a correr al centro de la ciudad. Había muchos más autos estacionados que de costumbre. Todos sabían lo que iba a pasar. No era una demostración deportiva, era una demostración de orgullo nacional de más de 100 mil personas que prolongó por varias horas”, declaró Kenneth Skoug, embajador de la embajada de Estados Unidos en Praga, en una entrevista que le realizaron en el año 2000.

Lo que en un momento eran celebraciones se terminaron transformando en protestas ya que el contagio social hizo que se recordara todo lo acontecido durante la Primavera de Praga, por lo que hubo enfrentamientos con la policía y hasta se incendió la oficina de Praga de Aeroflot, la aerolínea nacional de los países socialistas. De hecho, por primera vez en mucho tiempo una voz disidente tuvo lugar en un medio de comunicación oficial, que estaban sometidos a la censura que ordenaban los mandamases rusos, cuando la presentadora de la señal pública de la televisión de Checoslovaquia Milena Vostraková dijo al aire que la victoria había sido deportiva y moral, pensamiento compartido por una mayoría silenciosa que no se animaba a expresarlo por miedo a represalias. Esas fueron las últimas palabras de Vostraková en algún medio de comunicación de su país ya que fue despedida apenas finalizó la transmisión. 

Luego de los actos vandálicos, el régimen había encontrado la excusa ideal para arrestar a los dirigentes políticos que no habían podido apresar por diversos motivos en 1968, destituir a Alexander Dubcek, imponer un gobierno afín a la línea del socialismo ruso y terminar de socavar el movimiento de liberalización que había comenzado en 1967.

En Estocolmo el clima también era de jolgorio. Mientras los jugadores seguían celebrando en el vestuario, el entrenador del seleccionado checo Jaroslav Pitner declaró irónicamente en la conferencia de prensa que “los perdedores no felicitan a los ganadores”, en referencia a la actitud de sus dirigidos de negarle por segunda vez el saludo a sus pares soviéticos.

“Hubo muchas peleas y muchas malas palabras. Sabías que no podías vencerlos, entonces tratabas de lastimarlos al menos. Si les ganábamos, celebrábamos como si hubiésemos ganado un campeonato”, explicaría años más tarde Miroslav Frycer, desertor de Checoslovaquia que jugó ocho temporadas en la NHL.

Y es que así se vivió todo ese contexto en Suecia. Los checos habían celebrado como si les hubiesen entregado el trofeo al finalizar el partido, pero la realidad era que todavía quedaba un encuentro más y que la URSS y Suecia todavía tenían chances matemáticas de alcanzarlos ya que solo los separaban dos puntos. Como se mencionó anteriormente, en dos días se definía el destino del Mundial de 1969 cuando se enfrentaran por un lado Checoslovaquia y Suecia y, por el otro, la URSS y Canadá, un duelo que unos años antes hubiese sido el estelar del torneo pero que había perdido valor con las paupérrimas actuaciones de los norteamericanos en las últimas Copas del Mundo y Juegos Olímpicos.

Las cuentas eran simples: 

  • A Checoslovaquia le alcanzaba con ganar o empatar para depender de sí misma.
  • La URSS debía ganar y esperar una derrota de Checoslovaquia
  • Suecia debía ganar y esperar que la URSS empate o pierda

Como a lo largo de su historia, Suecia, una vez más, iba a ser la encargada de definir al campeón mundial. No por quedarse con el título, que ya lo había hecho en tres ocasiones aunque dos de ellas sin estar presente el claro favorito como en 1953 y 1962, sino por su capacidad para frustrar a alguno de los protagonistas de la pelea por el campeonato. Con el solitario gol de Roger Olsson, los escandinavos se quedaban con la victoria por 1-0 superando a los checoslovacos en la tabla, independientemente de lo que hiciera la URSS, y quedando a la expectativa de lo que ocurría en el siguiente encuentro.  

Para sorpresa de todos, Albert Thomas DeMarco, popularmente conocido como Ab, ponía en ventaja a Canadá en el primer cuarto y le estaba dando la victoria provisoria a los suyos. Los rojos, sabiendo que ese resultado los condenaba al tercer lugar en la tabla final, reaccionaron y con un gol en el primero y otro en el segundo periodo, se adelantaban en el marcador. Ya en el tercero, Igor Romishevsky y Alexander Maltsev agrandarían la diferencia que terminaría siendo de 4-2 en favor de los soviéticos gracias a un tanto tardío de los canadienses para maquillar el resultado.

La enorme diferencia de gol de la URSS (+36) la terminó situando en la cima de la tabla de posiciones y, en consecuencia, les permitía asegurarse un nuevo título mundial, el séptimo de manera consecutiva, que para ese entonces era todo un récord, que luego los propios soviéticos se encargarían de demoler edición tras edición.

Para Checoslovaquia no quedó más que la medalla del tercer puesto y la satisfacción de haberse dado el lujo de derrotar por duplicado a la potencia reinante del deporte. Aquellos que parecían dioses sufrieron de primera mano a un conjunto que, cual Kratos en los videojuegos de la saga God Of War, parecían capaces de asesinar deidades con tal de “vengar” lo ocurrido en su país. Pese a que se les escurrió el título de las manos, fueron recibidos como héroes en su tierra ya que habían cumplido con la  premisa de sus coterráneos: “gánenle a los soviéticos. No tienen que ganarle a nadie más. Solo gánenle a los rusos”.

Foto: Slovak Studies.

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